sábado, 23 de julio de 2011

Mi Fifita...


Desde que tengo memoria culinaria, mi abuela Fifa cocinaba para nosotros. A los 12 años, volvimos a vivir con ella y mi paladar empezó a refinarse y recordarse de lo que probaba. Comida hecha con amor y dedicación, con una conciencia de que no solo se nutría con los ingredientes del plato sino con el cariño invertido en él. Pero yo no podía entender como mi abuela pasaba toda la mañana en la cocina sólo para que todos nosotros trogloditamente nos comiéramos su comida en minutos, a veces, casi sin darnos cuenta de lo que ella había hecho o lo que le había costado.  Me parecía, confieso, una pérdida de tiempo, un esfuerzo tan inútil...

Pero entonces mi abuela nos sorprendía, cuando menos lo esperábamos nos despertaba los sentidos con una chayotas gratinadas, o con un chupe andino o un queso de bola relleno... Y ahí yo me decía: "Que increíble lo que Fifa hace". Lograr que algo preparado por uno permitiera ese silencio casi sagrado en la mesa, solo roto por murmullos de admiración, esas caras de inmenso placer que parecía llenar no solo las bocas sino los corazones, esa unidad de felicidad compartida y tan nuestra que nos hacía familia...

Y empecé a apreciar la cocina en todo su valor, pero aun lo veía como algo tan difícil, tan lejano y poco probable para mí, que me quede del lado del disfrute y del aprendizaje del comensal por mucho tiempo, comer en un buen restaurante era mi mejor regalo, experimentando la comida solo desde la visión pasiva, receptiva y hedonista del que disfruta lo que le sirven. Hasta que me vi inmersa, rodeada y a cargo de mi propio hogar...

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